Elaborado por Álvaro Vecina Aznar. Graduado en Derecho. Alumno del Máster de Acceso a la Abogacía. Universidad de Castilla-La Mancha

 

1. Introducción

 La rama de la ciencia que estudia los partidos políticos fue denominada por Duverger[1] con el neologismo de “estasiología”, derivado del griego stasis, que significa secta o bando. Comenzamos así nuestro trabajo, con esta interesante denominación que el gran politólogo francés realiza y que, como más adelante veremos, es a nuestro juicio acertada.

La primera cuestión que habrá de resolverse gira en torno al propio concepto de partido político, pudiendo abordarse éste desde la mera descripción de su realidad jurídica o, por el contrario, abordar la cuestión desde en análisis estasiológico de la ciencia política.

En primer lugar, respecto de la definición legal del partido político en España, nos encontramos con la problemática de que la distinta legislación –genéricamente entendida–, ya sea la propia Constitución Española (en adelante, CE), o la Ley Orgánica, de 27 de junio, de Partidos Políticos, no nos exponen con claridad y rotundidad concepto alguno al respecto. Así las cosas, el artículo 6 CE, instituye la figura de los partidos políticos como “instrumento fundamental para la participación política”, mientras que la citada Ley Orgánica nos describe los requisitos y características que estos han de reunir, pero sin aportar en ningún caso definición alguna de qué ha de entenderse por partido político. Es por ello que debemos acudir a la abundante jurisprudencia constitucional para poder, ahora sí, tomar como referencia un concepto jurídico válido –entendido en términos de validez jurídica– de partido político. Una muy temprana doctrina del Tribunal Constitucional (en lo sucesivo, TC), establecía que “un partido es una forma particular de asociación” (STC 03/1981, de 2 de febrero); que “no son poderes públicos ni órganos de Estado” y que “se les confieren una serie de funciones de evidente relevancia constitucional” (STC 10/1983, de 21 de febrero); que “son personas jurídicas dotadas de una compleja estructura, organización y funcionamiento” (STC 16/1983, de 16 de marzo). Por último, en Sentencias algo más recientes, el TC concluye que “los partidos políticos son instrumento privilegiado de participación” (STC 168/1989) que “ocupan un papel primordial en el sistema de democracia representativa instaurado por nuestra Constitución” (STC 31/1993, de 26 de marzo), confirmada esta última por la STC 48/2003, de 12 de marzo cuando afirma que “son asociaciones cualificadas por la relevancia constitucional de sus funciones y expresión principalísima del pluralismo político (…) son instrumento privilegiado de participación política”.

De este modo, podemos concluir que los partidos políticos son asociaciones cualificadas que, aun no siendo poderes públicos ni órganos de Estado, tienen atribuidas una serie de funciones de evidente relevancia constitucional, y son expresión principalísima del pluralismo político e instrumento privilegiado de la participación política.

En segundo lugar, en lo que a la definición no ya jurídica sino político-filosófica se refiere, es oportuno citar la interesante definición que al respecto hizo Gonzalo Fernández de la Mora. Jurista y politólogo español, fue ministro franquista y diputado en la Cortes Constituyentes, donde son reseñables sus intervenciones y enmienda (nº 63)[2] en relación con el actual artículo 6 CE, donde pretendía la supresión del precepto y la subsunción como derecho de asociación en el artículo 22; proponía así un concepto no exclusivo de la representación política por los partidos. De la Mora[3] define a los partidos políticos como “un conjunto de personas que se unen para conquistar y conservar el poder”. Esta es una definición que, acertadamente, aleja la cuestión que nos afecta del debate jurídico para acercarla a la realidad fáctica. De este modo, como el propio De la Mora[4] reconoce, hemos de juzgar la idoneidad, o no, de los partidos políticos en virtud de los resultados verificables en nuestro marco constitucional de los que éstos sean partícipes. Adelantándonos a lo posteriormente se expondrá, es precisamente ésta y no otra la intención del presente trabajo: juzgar cuál es el papel pernicioso que actualmente juegan los partidos políticos en la configuración del Estado Constitucional de Derecho y, en particular, en lo que a la separación de poderes se refiere; no tanto desde la ciencia jurídica –que también– sino específicamente en aquellas numerosas y específicas cuestiones que atentan contra la separación de poderes.

 

2. El Estado de partidos o partitocracia

Ya en la década de los años veinte, Heinrich Triepel definió el sistema político alemán como Parteienstaat (“Estado de Partidos”), aquel donde los partidos son parte integrante del Derecho Constitucional, en contradicción con la teoría clásica del Estado para la cual los partidos políticos pertenecen a la esfera de la sociedad, pero no a la del Estado.

Para entender este fenómeno hemos de relacionarlo directamente con el mandato imperativo, pues de poco o nada servirían los partidos políticos como medio canalizador de las distintas ideologías de la sociedad, si el sentido del voto de los representantes siguiera condicionado a la voluntad de sus representados. Para ello, debemos remontarnos a la Constitución Española de 1812, donde por primera vez no se recogía, como así lo atestiguan sus artículos 27 y 100, mandato imperativo de los diputados respecto de sus votantes; deberemos de esperar a la Constitución progresista de 1869, para poder volver a hablar de tal interdicción del mismo. Estos nuevos Parlamentos se distinguen así de las antiguas Asambleas estamentales, cuyos miembros dependían de mandatos imperativos dados por sus electores.

Toda vez que se acaba con esa vinculación directa entre elegible y elector, se rompe con el principio representativo para dar paso a una ficción de representación[5], donde el diputado o senador en cuestión no ha de cumplir con los designios de sus representados, sino con aquello que su conciencia y mejor juicio le dicte –o su partido, como veremos–. Es aquí donde cobra verdadero sentido el Estado de Partidos, puesto que, como señala GARCIA-TREVIJANO FORTE[6] “el voto pasa a ser un mero formalismo, que sacrifica la original representación del elector a un nuevo valor: la identificación o integración de la voluntad popular en la voluntad política de los partidos estatales”. Es decir, el principio parlamentario en todas las Constituciones existentes implica que el Parlamento se halla en una función jurídicamente independiente del pueblo[7].

Como decía Duverger[8] “los partidos políticos nacieron cuando las masas populares comenzaron a entrar realmente en la vida política, quedando de este modo “implacablemente enfrentados el derecho formado según los principios liberales y la realidad de la democracia de masas”[9]. Así, bajo el noble pretexto de aquellos que han defendido y defienden el Estado de Partidos como medio para que el conjunto de la ciudadanía se pueda ver y sentir correctamente representada, se comete la tropelía de institucionalizar un sistema donde “los partidos políticos monopolizan los canales formales de la representación política”[10]. De este modo, “el partido pasa a convertirse en el nuevo soberano, arrebatando el poder que legítimamente corresponde al pueblo”[11], y los distintos representantes dejan de representar a sus votantes, o tan siquiera a la soberanía nacional en su conjunto, para pasar a ser “borregos votantes perfectamente disciplinados”[12].

En España, como en el resto de países europeos, está fuertemente implantado el Estado de Partidos, no por la voluntad soberana del pueblo español sino precisamente por decisión de aquello que ya detentaban el poder. Nos referimos a Adolfo Suárez González, nombrado Presidente a discreción del propio aparato franquista. De este modo, el Real Decreto-ley 20/1977, de 18 de marzo, sobre Normas Electorales firmado por el propio Suárez, expresa claramente que “el sistema electoral para el Congreso se inspira en criterios de representación proporcional con candidaturas completas, bloqueadas y cerradas, cuya presentación se reserva a los partidos y federaciones”. Huelga decir que las primeras elecciones democráticas tuvieron lugar el 15 de junio de 1977. Es por ello evidente que el Estado de Partidos en España fue instituido precisamente por aquellos que ya ostentaban el poder con anterioridad a la reinstauración de la Democracia y que, como medio para mantenerlo, implantaron tal sistema de monopolio por los partidos –que ellos presidían– de la acción política articulado a través de un sistema electoral proporcional de listas cerradas que, en última instancia, “favorece la centralización de las decisiones (…) donde la permanencia en la cabeza de la lista no responde a pruebas de eficacia y competencia electoral o parlamentaria, sino a situaciones de poder y prestigio en el seno del partido”[13] . Todo ello, es verdad, fue ya en Democracia grotescamente copiado por la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General, dotando de este modo al sistema de una legitimad que de origen nunca tuvo. Sistema de listas cerrado con monopolio de los partidos y sistema electoral proporcional son dos caras de la misma moneda, puesto que éste último favorece la centralización de las decisiones, ayudando a concentrar el poder en grupos cerrados[14] –los partidos políticos–Además, no ya con la implantación de la disciplina de voto –que con posterioridad se tratará– sino bastándose únicamente del sistema de listas como requisito sine qua non por el que todo diputado ha de pasar, se crea una situación de vasallaje fáctico, puesto que, como acertadamente señala GARCÍA PELAYO[15], “se crea una naturalis obligatio del diputado que ha sido nombrado con el partido: sus criterios personales han de ceder ante los criterios del partido, so pena de tener que abandonarlo y destruir su carrera política.

Es necesario recalcar, de nuevo, que todo este entramado político ha sido decisión discrecional del legislador orgánico; no ha sido el poder constituyente ni el pueblo español quien ha monopolizado la acción política mediante mencionado sistema electoral. Han sido, precisamente, los propios partidos políticos, calcando el sistema preconstitucional quienes se han arrogado para sí el monopolio de la acción política, siendo grotescamente juez y parte de esta medida. La propia CE en ningún momento impone a los partidos políticos como único medio de canalización de la acción política. De hecho únicamente se limita a institucionalizarlos en su artículo 6, y ya tan sólo los menciona –de soslayo– en su artículo 99: “el Rey, previa consulta con los representantes designados por los Grupos políticos (…). De todo ello hemos de concluir que, “los partidos políticos en un sentido abstracto pero fuera de duda, no son estrictamente necesarios en un Democracia, porque la voluntad popular no necesita ser fragmentada en diversas fracciones o tendencias para poder ser reconducida a una síntesis superior, y porque, además, hablar de mayoría y de minoría como fruto de las diversas decisiones que una asamblea o un cuerpo electoral deben adoptar, no presupone que mayoría y minoría se organicen institucionalizándose como formas compuestas de agregaciones permanentes.”[16]  El propio Lombardi reconocía a su vez que “la democracia está reforzada —y garantizada— por la presencia de partidos políticos”.

Como de una manera brillante exponía el propio Rousseau, con un sistema como el actual, ya no hay tantos votantes como ciudadanos, sino tantos como partidos políticos haya. Se pierde la enorme pluralidad de ideologías que habitan en la sociedad en favor únicamente de aquellas que los pocos partidos con representatividad políticos enarbolen. El problema, como bien expresa el mencionado intelectual francés, se agrava aún más cuando uno de los partidos pasa a ser tan grande que eclipsa al resto, pues ya no sólo no habrá un número reducido de ideologías en lid, sino que únicamente una será la representada en el Poder Legislativo[17] y, con un sistema parlamentario como el nuestro, también en el Poder Ejecutivo. De este modo, “desaparece la voluntad general y la opinión que prevalece no es más que una opinión particular. Por ello, Rousseau concluye afirmando que, “para obtener una buena exposición de la voluntad general, es conveniente que no existan sociedades parciales en el Estado”, es decir, partidos políticos. Esta argumentación es, en cierto modo, la que hizo suya James Madison en sus escritos. Defensor de su existencia como garantía de los ciudadanos a agruparse libremente, era escéptico de los mismos[18]. Así, “puesto que no se pueden eliminar las causas de las facciones, la única solución está en buscar los medios para controlar sus efectos”. El founding father americano llegó a afirmar que “la pestilente influencia de las animosidades de los partidos es la enfermedad que más ataca a los cuerpos deliberantes y la más apta para contaminar todos sus actos”.[19].

Pero es que, en realidad, ni en el mejor de los supuestos la llamada voluntad general o popular es tal. Es por el contrario ilusoria, puesto que no es ni autónoma ni es unitaria. No es autónoma puesto que únicamente se manifiesta en el voto del ciudadano a la lista cerrada del partido que fuere. Ni siquiera en el supuesto más gracioso, en el de democracia directa –como un referéndum– tal voluntad es autónoma puesto que se presta respecto de una alternativa que se nos previamente dada. Tampoco es unitaria, puesto que la unanimidad en grandes colectividades, como son las que entran en juego en la democracia, es absolutamente ilusoria e inverosímil; dentro de esa supuesta unanimidad hay multitud de puntos de vista dispares unos de otros. Como Weber[20] afirma, las masas de los adheridos no son sujetos, sino objeto de las decisiones políticas.

Llegados a este punto, es de gran interés para poder entender el entramado que supone el Estado de Partidos, la acuñada como “Ley de Hierro de la Oligarquía” por Robert Michels[21] que nos permitirá denominar al sistema que nos ocupa como oligarquía de partidos. Como se verá más adelante, son sólo unos pocos quienes de facto dominan cada partido político y, con ellos, los designios del país y del conjunto de los españoles. Los orígenes de esta interpretación elitista se remontan a Mosca,[22] quien la expuso por primera vez en 1884. De acuerdo con lo que él denominaba la “doctrina de la inmanencia necesaria de la clase política”, la experiencia demuestra que “en todas las sociedades humanas llegadas a un cierto grado de desarrollo y de cultura, la dirección política (…) viene constantemente ejercida por una clase especial, o sea, por una minoría organizada.[23] De este modo, como el mismo autor expone, tanto la monarquía –o dictadura– como la democracias puras son imposibles, prevaleciendo en última instancia siempre la aristocracia platónica –el gobierno de unos pocos– pues “en todo lugar existe una clase gobernante, incluso en donde hay un déspota”[24]. De hecho, “con o sin sufragio universal, siempre gobierna una oligarquía.”[25].

Ya centrando la cuestión en lo que a los partidos propiamente se refiere, el propio Michels trata expresamente la cuestión, en relación a su tesis de la Ley de Hierro de la Oligarquía, cuando expone, en primer lugar, que un partido político es un instrumento de dominio, “una organización que da lugar al dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes y de los delegados sobre los que delegan”. En segundo lugar, afirma que la tendencia oligárquica es consustancial a los partidos. Esta es, en sentido estricto, la llamada ley de hierro: “la tendencia hacia la oligarquía es inherente a todo partido organizado (…) Sólo una minoría participa en las decisiones del partido y, alguna vez, esa minoría es ridículamente exigua”[26].

Si concluimos, como mayoritariamente hace la ciencia política, que toda forma de organización deriva en una oligarquía se convierte en una necesidad imperiosa que los partidos políticos, los cuales están dominados por una oligarquía como organización que son, pierdan relevancia para dar paso, en su lugar, al sistema representativo, donde sean individuos quienes, de manera independiente y sin estar sometidos a estructura alguna asociativa, ejerzan sus funciones representando, no ya al conjunto de la soberanía nacional –la cual es una verdadera ficción- sino a sus electores ya sea mediando o no mandato imperativo, opción esta última –a nuestro juicio– más idónea.

Del mismo modo, la partitocracia, conceptuada como un número reducido de partidos políticos que se reparten el poder, es una organización en sí misma considerada, por lo cual también ha de existir, necesariamente, una oligarquía que controle el Estado. Es aquí donde entra en juego el concepto de partitocracia o de oligarquía de partidos. El Prof. Giovanni Sartori[27] distingue tres conceptos de partitocracia, y curiosamente cada uno de ellos se cumple a la perfección en España. En primer lugar, la electoral, en la que el partido impone al electorado al candidato preelegido por él mismo; también la disciplinaria, que consiste en la capacidad del partido de imponer al grupo parlamentario un comportamiento de voto no decidido por el propio grupo parlamentario, sino por la dirección del partido; por último, la partidocracia literal, que supone la fagocitosis partidista del personal parlamentario.

Sistematizando toda la polémica expuesta en las páginas que preceden, debemos afirmar – y  así lo demostraremos a lo largo del presente trabajo– que los partidos políticos en España han fagocitado de manera plena todo los poderes “activos” del Estado, es decir, el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo, y lo intentan con el Poder Judicial –“negativo”, en tanto en cuanto tiene la potestad, junto con el TC de frenar aquellos actos o normas emanados activamente de los otros dos poderes – del Estado.

De este modo, cualquier iniciativa legislativa o cualquier acto de Gobierno habrá de pasar inexorablemente por el control de los partidos políticos. El poder restante, el Judicial, es el único que –todavía– no está bajo en control directo de los partidos políticos ­–sí indirecto, nos atrevemos a decir–. De este modo, es la única institución del Estado que, junto con el TC –en realidad, en lo que al principio de separación se refiere, el TC se incluye dentro del Poder Judicial–puede impedir las posibles infamias que los poderes Ejecutivo y Legislativo decidan acometer, auspiciados siempre en última instancia por los partidos políticos. 

Este control por parte de los partidos políticos tanto del poder Ejecutivo como del Legislativo y de las elecciones de las máximas magistraturas, es lo que el Prof. Perez Moneo[28] ha denominado monismo político, provocado por el “Parlamentarismo de dirección presidencial que está implantado en España, y que  conlleva que la teórica división de poderes ya no sea efectiva, dado que los poderes formales no son capaces de contrarrestarse, al ser ejercidas las funciones del poder soberano por el mismo sujeto material –los partidos políticos. Dicho de otro modo, éstos son «el soberano real empíricamente verificable, aunque intenten presentarse como la interpretación modesta del “verdadero” soberano, que declaran es el pueblo»[29] .

Por todo ello, no sería descartable afirmar que en realidad los partidos políticos son, parafraseando a Kelsen, verdaderos órganos constitucionales. De hecho, para Leibholz, como Trevijano[30] bien explica, “el Estado de Partidos ha superado a la democracia indirecta o representativa, ya que la masa política no necesita representación al integrarse en el aparato del Estado, como consecuencia del reconocimiento constitucional de los partidos como verdaderos órganos del Estado, para lo cual toma como ejemplo los grupos parlamentarios. Así, en su obra dice: Ello lleva a la conclusión de que ha terminado la democracia parlamentaria en la que cada diputado representaba a la totalidad nacional, para dar origen a una especie de democracia directa o plebiscitaria en la que la voluntad del partido o partidos mayoritarios se identifica con la voluntad general.

Es jurídicamente cierto que, constitucionalmente, los partidos políticos no son órganos del Estado, y así lo ha sentenciado –como ya hemos visto– el propio TC. Y es que, de hecho, “la voluntad de los partidos políticos no vale como voluntad del Estado[31]. Pero es que, como ya dejamos claro al principio de este trabajo, es voluntad nuestra definir lo que a nuestro juicio es el Estado de Partidos, no desde la visión puramente jurídica –donde efectivamente los partidos políticos no son órganos de Estado– sino desde una visión puramente factible donde es indubitado que los partidos políticos son verdaderamente auténticos órganos del Estado.

3. La frágil separación de poderes

“Le pouvoir arréte le pouvoir”. Esta es la tan famosa y a la vez olvidada cita del ilustrado francés, el barón de Montesquieu, quien afirmaba que “para que no se pueda abusar del poder hace falta que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder”[32]. Pues bien, aquí radica precisamente el principio de separación de poderes: en que sólo el poder puede limitar al poder, debiéndose enfrentar unos con otros; es lo que en el mundo anglosajón se conoce como checks and balances. Como no puede ser de otro modo, la única forma de enfrentar dos cosas es separándolas, pues de otro modo estarían unidas y no podrían limitarse unas a otras. Y no es cuestión baladí limitar al poder, el cuál, parafraseando de nuevo al padre de la separación de poderes, “es el peor enemigo de la libertad”.

En nuestra Constitución, el principio de separación de poderes no se formula de manera expresa en ningún artículo, aunque habrá de inferirse, entre otras cosas – vgr. la independencia judicial establecida en el art. 117. 1 CE– de su artículo 1.1, donde dice que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho”; no puede existir un verdadero Estado Constitucional de Derecho sin la radical separación de sus tres poderes. Como acertadamente declaraba el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789,“Una Sociedad en la que no esté establecida la garantía de los Derechos, ni determinada la separación de los Poderes, carece de Constitución”. Además, esos poderes están expresamente previstos en la Constitución –como no podría ser de otra forma–. Así su Titulo III lo dedica a las Cortes Generales, estipulando su artículo 66.2 de manera expresa, entre otras cosas, que las Cámaras ostentan el poder legislativo. El Titulo IV regula El Gobierno y la Administración, en otras palabras, el Poder Ejecutivo. Y el Titulo VI regula el Poder Judicial.

No debemos ingenuamente aventurarnos a pensar que, por el mero hecho de que la Constitución propugne el principio de separación de poderes, ésta se haga efectiva en nuestro ordenamiento. Por poner un ejemplo, el artículo 205 y el artículo 26 de la Constitución Venezolana de 1961 y 1999, respectivamente, establecen la independencia del Poder Judicial respecto del resto de poderes y, no se nos podrá negar que, de facto, ello no es así. Del mismo modo en España, aunque afortunadamente no con la misma intensidad, la separación de poderes es en realidad –permítasenos el atrevimiento– una ficción. El principio de separación de poderes en nuestro país está seriamente comprometido y con él la Democracia y las libertades individualLa intención de nuestro trabajo no es otra sino poner de manifiesto esta realidad y lanzar la pregunta al lector de si, tal vez, no debiéramos volver, primeramente, en lo que al poder Legislativo se refiere, a un sistema puramente representativo donde el diputado se deba únicamente a sus electores y los represente a ellos, mediante un sistema electoral mayoritario donde salga aquel investido por la mayoría absoluta de los votantes. En segundo lugar, en lo que atañe al poder Ejecutivo, este trabajo pretende lanzar al lector la posibilidad de implantar en España un régimen presidencialista, donde Ejecutivo y Parlamento estén plenamente separados de origen, y donde el Presidente del Gobierno sea investido directamente por la nación española. En tercer lugar, en referencia al Poder Judicial, este grupo propone un Poder Judicial realmente independiente del resto de poderes y, por tanto, sin injerencias del Poder Legislativo y del Poder Judicial ni en el gobierno de los jueces (Consejo General del Poder Judicial), ni el nombramiento y régimen jurídico de los jueces y magistrados. Por último, en lo que a los partidos políticos se refiere, abogamos por un sistema donde los partidos políticos no sean partidos estatales, sino partidos que nazcan y vivan dentro de la sociedad civil y se limiten a ser meras maquinarias electorales que, como en los Estados Unidos de América, canalicen los votos de la ciudadanía, pero no entes permanentes, financiados por el Estado y fagocitadores de los poderes del Estado, hasta el extremo de que éste les pertenezca y se lo repartan entre los partidos políticos hegemónicos, incurriendo con ello en una partitocracia. De este modo, aquellos ciudadanos que quieran agruparse, podrán formar un partido político en el legítimo ejercicio de su libertad de asociación, mientras que aquellos otros que, quieran ejercer su derecho del art. 23 CE a participar en los asuntos públicos puedan hacerlo sin tener que verse compelidos a afiliarse a un partido político.

 

[1]DUVERGER: Los partidos políticos, Fondo de Cultura Económica, México, Octava reimpresión, Madrid, 1981, pág. 462.

[2] Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados. Abril de 1978.

[3] FERNANDEZ DE LA MORA, La partitocracia, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1977, pág 19. “No es preciso que estén tácita o expresamente reconocidos por el ordenamiento jurídico, porque hay partidos extralegales y aun clandestinos. Lo único verdaderamente esencial es que sea una pluralidad de personas, y que su vínculo consista en la común aspiración a gobernar, para cuyo efecto asocian sus esfuerzos”

[4] FERNANDEZ DE LA MORA, Ibidem, pág 25. ““la valoración del Estado no puede realizarse a priori (…) Se efectuará a posteriori, en virtud de sus frutos y eficacia real (…) Este planteamiento es válido para las instituciones políticas concretas. Los partidos serán buenos allí donde funcionen correctamente, y serán malos en la hipótesis contraria”

[5] KELSEN. Esencia y valor de la Democracia, Labor, Barcelona-Buenos Aires, 1934, pág. 52

[6] GARCÍA-TREVIJANO FORTE: Teoría Pura de la República, Ediciones MCRC, 2002, pág.33.

[7] KELSEN: Esencia y valor de la Democracia, op. cit., pág. 53.

[8]DUVERGER: Los partidos políticos, op. cit, pág. 466.

[9] CURRELI: Democracia y representación política. De la prohibición del mandato al mandato de partido, pág. 73

[10] GIORGIO LOMBARDI: Corrientes y democracia interna de los partidos políticos, en “Revista de Estudios Políticos”, núm. 27, 1982, págs. 7 y ss.

[11] GARCÍA GUERRERO: Escritos sobre partidos políticos: Cómo mejorar la democracia, Tirant lo Blanch, Valencia, 2008, págs. 19 y 20.

[12] MAX WEBER. El político y el científico, pág.135.

[13] MARTINEZ SOSPEDRA: Introducción a los partidos políticos. pág. 112.

[14] MARTÍNEZ SOSPEDRA: Introducción a los partidos políticos, pág. 112.

[15]GARCÍA PELAYO: El Estado de Partidos, pág 36, citando a G. RADBRUCH.

[16]GIORGIO LOMBARDI, Corrientes y democracia interna de los partidos políticos, pág. 7.

[17]ROUSSEAU. El contrato social, págs 46 y 47: “si, cuando el pueblo, suficientemente informado delibera, los ciudadanos no tuviesen ninguna comunicación entre sí, del gran número de pequeñas diferencias resultaría siempre la voluntad general y la deliberación sería bueno.  Pero cuando se forman intrigas y asociaciones parciales a expensas de la comunidad, la voluntad de cada una de ellas se convierte en general con relación a sus miembros, y en particular con relación al Estado, pudiendo entonces decirse que no haya tantos votantes como ciudadanos, sino tantos como asociaciones. Las diferencias se hacen menos numerosas y dan un resultado menos general. Finalmente, cuando una de estas asociaciones es tan grande que supera a todas las demás, el resultado no será una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única: desaparece la voluntad general y la opinión que prevalece ya no es más que una opinión particular.”

[18] MADISON. El Federalista X: “Muchos de nuestros principales infortunios (…)  radican en la irregularidad e injusticia que han teñido nuestra administración pública de un espíritu faccioso. Por facción me refiero a un grupo de ciudadanos, sea una mayoría o una minoría de ellos, que actúan movidos por un impulso común de pasión o interés contrario a los derechos de otros ciudadanos, o a los intereses permanentes de la entera comunidad. Existen dos métodos para curar los males de las facciones: uno, eliminando sus pausas, y otro, controlando sus efectos. (…)  las facciones ya están sembradas en la naturaleza humana. La humanidad está dividida en partidos inflamada con animosidades. (…)  hemos de inferir, por consiguiente, que no se pueden eliminar las causas de las facciones, y que la única solución está en buscar los medios para controlar sus efectos.

[19] MADISON. El federalista, nº XXXVII.

[20] WEBER. Economía y sociedad, pág. 694

[21]MICHELS. Partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas, pág. 189. Citado por DE LA MORA. La partitocracia: La ley de hierro de la oligarquía de Michels se basa en la articulación de una serie de tesis encadenadas, que a continuación se exponen: 1ª “La masa siente la necesidad de ser guiada, y es incapaz de actuar cuando le falta una iniciativa externa y superior”; 2ª “La oligarquía es una necesidad social absoluta (…) Es una ley sociológica más allá del bien y del mal que toda colectividad humana tiene como propiedad esencial la de constituir cliques y subclases”; 3ª “Son las minorías y no las masas quienes se disputan el poder (…) No son las masas quienes devoran a sus líderes a lo largo de la Historia; son éstos quienes se devoran unos a otros con la ayuda de las masas”; 4ª “La democracia es inconcebible sin organización”, luego en virtud de las tesis anteriores “la democracia conduce a la oligarquía y contiene, necesariamente, un núcleo oligárquico”; 5ª “La democracia es irrealizable pues el análisis empírico demuestra que “en la sociedad actual, el grado de dependencia que resulta de las condiciones económicas y sociales, convierte en imposible el ideal democrático; 6ª “Los símbolos democráticos son ficciones (…) El puro deseo del gobernante se enmascara y se le acepta como si fuera la voluntad general; 7ª “El liderazgo es autocrático (… Los líderes, comparados con las masas, cuya composición varía constantemente, constituyen el elemento más estable y permanente de una organización”.

[22]MOSCA. La clase política. Pág. 174

[23]Ibidem, pág. 165.

[24]PARETO. Tratado de sociología general, p.ág. 1442

[25]Ídem. Pág. 1395

[26] MICHELS. Partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas. Pág. 55

[27] MIGUEL PEREZ MONEO: la selección de candidatos electorales en los partidos. Pág. 9, citando a GIOVANNI SARTORI: Elementos de teoría política. P. 183

[28] Ídem. Pág. 90.

[29]RECIGNO. Poder político y sistema de partidos: limitar al soberano. Pág. 83.

[30] GARCÍA TREVIJANO. Teoría pura de la República. Pág. 264, que cita a LEIBHOLZ. La esencia de la representación. Págs. 98 y ss.

[31]GARCIA PELAYO. El Estado de Partidos. Pág. 43.

[32]MONTESQUIEU. El espíritu de las Leyes.