La condena penal fundada en pruebas no practicadas en el juicio oral
Elaborado por el Dr. Javier Vecina Cifuentes. Profesor Titular de Derecho Procesal. Universidad de Castilla-La Macha.
LA CONDENA PENAL FUNDADA EN PRUEBAS NO PRACTICADAS EN EL JUICIO ORAL
I.- INTRODUCCIÓN
El proceso es, ante todo, un método racional de resolución de conflictos intersubjetivos y sociales, de carácter heterónomo, en el que la verdad y la justicia de la decisión importa y mucho. Precisamente el carácter cognoscitivo y racional del proceso es la nota esencial que permite diferenciarlo de otras fórmulas de resolución de conflictos y la que confiere a aquél la estructura garantista que le es propia[1]. Precisamente por ello la fase contradictoria de alegaciones y, sobre todo, la fase probatoria adquiere en el proceso una importancia decisiva que no se da en aquellos otros medios de solución de conflictos, como la autotutela o la autocomposición, representada, esta última, fundamentalmente por la conciliación o la mediación, en los que la verdad y la justicia de la decisión no es ni lo que se persigue ni lo que más importa, sino sólo la pronta resolución del conflicto. En definitiva, el proceso nace históricamente para resolver conflictos de carácter jurídico, es cierto, pero no de cualquier forma, sino de una manera muy determinada, mediante una sucesión ordenada de actos, del juez y de las partes, rodeada de garantías, cuya práctica tiene por finalidad que aquél pueda dictar finalmente una sentencia justa, entendiendo por tal, con TARUFFO[2], aquella que se fundamenta en una aplicación adecuada del Derecho y una reconstrucción verdadera de los hechos.
El proceso penal, en tanto que verdadero proceso, comparte esa misma nota esencial de racionalidad a que acaba de hacerse referencia. Pero la búsqueda de la verdad y de la justicia de la decisión adquiere en él, si cabe, una mayor relevancia que en el resto de tipos de procesos, dado el superior valor que está en juego: la libertad.
No es de extrañar, por ello, que actualmente el derecho fundamental a la presunción de inocencia, en su dimensión procesal, esto es, como regla de juicio[3], exija, conforme a una consolidada jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que toda condena penal se base en auténticas pruebas, que puedan considerarse de cargo, lícitamente obtenidas, practicadas con todas las garantías y valoradas racionalmente en la sentencia. Dicho de otro modo, actualmente el Tribunal no puede condenar, sin vulnerar el mencionado derecho fundamental, en base a meras sospechas, intuiciones o a su propio conocimiento privado, sino únicamente con fundamento en actos que puedan considerarse verdaderas o auténticas pruebas.
La cuestión problemática, por tanto, se desplaza a lo que deba entenderse legalmente por prueba, pues sólo el acto que presente dicha naturaleza jurídica podrá servir para desvirtuar el derecho fundamental a la presunción de inocencia y poder fundamentar el tribunal sobre ella, válidamente, una sentencia condenatoria.
Si en otros órdenes jurisdiccionales esa determinación de lo que es y lo que no es una verdadera prueba, no resulta demasiado problemática, sí lo es en cambio en el proceso penal. Y ello, fundamentalmente, porque en el nuevo proceso penal instaurado por la vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal en el año 1882, junto a los medios de prueba que pueden proponerse y practicarse en el acto del juicio oral, que constituye el verdadero proceso, previamente, en la fase de instrucción, pueden practicarse por el Juez de instrucción, de oficio o a instancia de parte, las denominadas diligencias sumariales, cuya naturaleza, probatoria o no, ha sido objeto desde antiguo de una gran discusión, hasta el punto de poder diferenciarse históricamente dos grandes corrientes jurisprudenciales y doctrinales[4]. De un lado, aquella que, sin apoyo legal expreso, y de una forma más o menos explícita, ha considerado a las diligencias sumariales auténticos actos de prueba y, por tanto, susceptibles de fundamentar la convicción del tribunal sentenciador. Y, en el extremo opuesto, aquella otra que, con un claro fundamento legal explícito, defiende su naturaleza de meros actos de investigación encaminados únicamente a la averiguación del delito e identificación del delincuente (art. 299 LECrim), cuya finalidad no es fijar los hechos con la finalidad de que éstos trasciendan a la resolución judicial, sino únicamente la de preparar el juicio oral, careciendo por tanto todas ellas de valor probatorio, a excepción únicamente de las denominadas pruebas preconstituidas, que son aquéllas diligencias sumariales practicadas con las formalidades constitucionales y legales, posteriormente reproducidas en el acto del juicio oral, que, como excepción a la regla, sí podrán servir para formar la convicción del tribunal que debe dictar sentencia, siempre que se cumplan los presupuestos que exigidos por el artículo 730 LECrim.
A continuación intentaremos aproximarnos con más detenimiento a esta importante polémica, tanto a nivel normativo, mediante el análisis de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, como a nivel práctico, mediante el examen de la evolución jurisprudencial en torno a esta cuestión tan problemática, desde la promulgación y entrada en vigor en el año 1882 de la mencionada Ley procesal, hasta nuestros días. Para, posteriormente, analizar las particularidades que presenta condena penal en base a pruebas no practicadas en el acto del juicio y, en especial, la prueba preconstituida.
II.- LA DISTINCION LEGAL ENTRE DILIGENCIAS DE INVESTIGACIÓN Y ACTOS DE PRUEBA
Como es sabido, la vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal se promulgó en el año 1882. Como recuerda GOMEZ ORBANEJA[5], en ese momento histórico supuso un hito histórico al culminarse en ella un evolución legislativa producida a lo largo de todo el siglo XIX que supo dejar atrás el proceso penal de corte inquisitiva imperante en esa época y pasar a otro sistema de enjuiciamiento, radicalmente distinto, inspirado en el modelo francés instaurado por el Code d'instruction criminelle de 1808, al que se le conoce con el nombre de sistema acusatorio formal o mixto[6], el cual viene caracterizado por tener una fase sumarial guiada de cierta medida por el principio inquisitivo y dirigida por un Juez de Instrucción, con una función eminentemente investigadora que éste mismo dirige, y una fase de juicio oral, que constituye el verdadero proceso penal, presidido plenamente por el principio acusatorio, que es donde se practican las pruebas ante el tribunal sentenciador bajo los principios procesales de igualdad y contradicción, y los procedimentales de inmediación, oralidad, concentración y publicidad, sin que en el este nuevo modelo de enjuiciamiento la investigación preliminar realizada durante la instrucción, a diferencia de lo que sucedía en el proceso penal inquisitivo, pueda servir ya de base a la sentencia, debiendo el juez fallar con fundamento exclusivamente en las pruebas que se practiquen en el juicio oral y en las alegaciones que en él se hagan. Como afirma GOMEZ ORBANEJA[7], en el nuevo sistema procesal acusatorio formal o mixto “fuera del juicio, ni hay fijación de hechos ni hay valoración judicial”.
Por lo que aquí interesa, la radical reforma llevada a cabo por el legislador de 1882 en materia probatoria se deja notar ya en la propia Exposición de Motivos de la LECrim, donde claramente se expone este cambio total de paradigma:
“ (…) que, por la naturaleza misma de las cosas y la lógica del sistema [se refiere al sistema inquisitivo imperante con anterioridad a la LECrim], nuestros Jueces y Magistrados han adquirido el hábito de dar escasa importancia a las pruebas del plenario, formando su juicio por el resultado de las diligencias sumariales y no parando mientes en la ratificación de los testigos, convertida en vana formalidad (…) Y a tal punto lleva la nueva Ley su espíritu favorable a los fueros sagrados de la defensa, que proscribe y condena una preocupación hasta ahora muy extendida, que, si pudo ser excusable cuando el procedimiento inquisitivo estaba en su auge, implicaría hoy el desconocimiento de la índole y naturaleza del sistema acusatorio con el cual es incompatible. Alude el infrascrito a la costumbre, tan arraigada de nuestros Jueces y Tribunales de dar escaso o ningún valor a las pruebas del plenario, buscando principal o casi exclusivamente la verdad en las diligencias sumariales practicadas a espaldas del acusado. No; de hoy más las investigaciones de Juez instructor no serán sino una simple preparación de juicio. El juicio verdadero no comienza sino con la calificación provisional y la apertura de los debates delante del Tribunal que, extraño a la instrucción, va a juzgar imparcialmente y a dar el triunfo a aquel de los contendientes que tenga la razón y la justicia de su parte. La calificación jurídica provisional del hecho justiciable y de la persona del delincuente, hecha por el acusador y el acusado una vez concluso el sumario, es en el procedimiento criminal lo que en el civil la demanda y su contestación, la acción y las excepciones. Al formularlas empieza realmente la contienda jurídica, y ya entonces sería indisculpable que la Ley no estableciera la perfecta igualdad de condiciones entre el acusador y el acusado. Están enfrente uno de otro, el ciudadano y el Estado. Sagrada es, sin duda, la causa de la sociedad; pero no lo son menos los derechos individuales. En los pueblos verdaderamente libres el ciudadano debe tener en su mano medios eficaces de defender y conservar su vida, su libertad, su fortuna, su dignidad, su honor; y si el interés de los habitantes del territorio es ayudar al Estado para que ejerza libérrimamente una de sus funciones más esenciales, cual es la de castigar la infracción de la ley penal para restablecer, allí donde se turbe la armonía del derecho, no por esto deben sacrificarse jamás los fueros de la inocencia porque al cabo el orden social bien entendido no es más que el mantenimiento de la libertad de todos y el respeto recíproco de los derechos individuales.
Mirando las cosas por este prisma y aceptada la idea fundamental de que en el juicio oral y público es donde ha de desarrollarse con amplitud la prueba, donde las partes deben hacer valer en igualdad de condiciones los elementos de cargo y descargo, y donde los Magistrados han de formar su convicción para pronunciar su veredicto con abstracción de la parte del sumario susceptible de ser reproducida en el juicio…”.
Frente al sistema inquisitivo anterior a la LECrim, en el que los tribunales fallaban atendiendo exclusivamente al resultado del sumario, cuando no en el mero atestado policial, el nuevo y moderno proceso penal que surge en 1882 pone su mirada a efectos probatorios únicamente en la fase de plenario, una etapa procesal, como hemos indicado, contradictoria, oral y pública tramitada en presencia del tribunal sentenciador. El legislador de 1882 entiende, con razón, que sólo en un proceso penal acusatorio, con tales garantías, pueden practicarse auténticas pruebas con las que poder formar la premisa menor del razonamiento judicial y dictar así una sentencia justa, acorde con el Derecho y la razón.
Coherentemente con esa voluntas legislatoris, el artículo 741 LECrim contenía en la redacción originaria de la LECrim, y todavía hoy contiene, un contundente mandato al Tribunal sentenciador:
“El Tribunal, apreciando según su conciencia las pruebas practicadas en el juicio, las razones expuestas por la acusación y la defensa y lo manifestado por los mismos procesados, dictará sentencia dentro del término fijado en esta Ley” (la negrita es nuestra).
Como señala GÓMEZ ORBANEJA[8], del artículo 741 LECrim se desprende que “el tribunal ha de construir las premisas de hecho de la sentencia exclusivamente mediante la apreciación de las pruebas practicadas en el juicio”, por lo que dicha disposición “a la vez que consagra la libre apreciación, limita con rigor el material apreciable”.
Los medios de prueba que la LECrim permite que sean practicados en el juicio oral son los siguientes:
- Declaración del acusado (arts. 688-700)
- Prueba testifical (arts. 701-722).
- Prueba pericial (arts. 723-725).
- Prueba documental (arts. 726).
- Inspección ocular (art. 727).
Junto a estos medios de prueba -denominada prueba directa-, tradicionalmente se ha venido admitiendo la prueba indiciaria, también llamada indirecta, que es aquella que se dirige a demostrar la certeza de unos hechos (indicios) que no son constitutivos del delito objeto de acusación, pero de los que, a través de la lógica y las reglas de la experiencia, pueden inferirse los hechos delictivos y la participación del acusado. Con antecedentes remotos en las Partidas y más próximos en la Ley Provisional para la Reforma del Procedimiento Criminal de 18 de junio de 1870 y en el propio Código Civil de 1889 con el nombre de prueba de presunciones en los ya derogados arts. 1215, 1249 y 1253, la prueba indiciaria ha sido admitida también, como no podía ser de otro modo, por el Tribunal Constitucional, siempre que se cumplan una serie de requisitos[9]: en primer lugar, que los indicios o hechos-base sean varios y estén plenamente acreditados mediante prueba directa, en segundo lugar, debe existir un enlace lógico, preciso y directo entre éstos y los hechos presuntos determinantes de la culpabilidad y, por último, el juzgador debe efectuar en la sentencia una específica motivación acerca de la existencia del referido enlace, o como requiere la STC 229/1988, de 1 de diciembre, “deberá explicitar el razonamiento en virtud del cual, partiendo de los hechos probados, ha llegado a la conclusión de que el procesado realizó la conducta tipificada como delito” (en el mismo sentido, SSTC 174 y 175/1985, ambas de 17 de diciembre, y las que de forma reiterada le siguen, de las que cabe destacar, entre otras muchas, las SSTC 107/1989, de 8 de junio, 328/2006, de 20 de noviembre y 117/2007, de 21 de mayo).
También el Tribunal Constitucional se ha pronunciado sobre la testifical de los coimputados[10], y si bien en un principio consideró carente de relevancia constitucional, a los efectos de presunción de inocencia, que los órganos judiciales basaran su convicción sobre los hechos probados en la declaración incriminatoria de los coimputados (STC 137/1988, de 7 de julio y 51/1995, de 23 de febrero), admitiéndola como prueba de cargo bastante para al no existir ninguna norma expresa que descalificara su valor probatorio, posteriormente, a partir de la STC 153/1997, de 29 de septiembre, el Tribunal Constitucional modificó su doctrina y viene considerando que las declaraciones incriminatorias de un coimputado carece de consistencia plena como prueba de cargo y, por sí sola, no es capaz de desvirtuar la presunción de inocencia (porque son “sospechosas” al no tener el acusado obligación de decir verdad y tener derecho incluso a mentir), salvo cuando resulten corroboradas mínimamente por otras pruebas (SSTC 198/2006, de 3 de julio y 340/2005, de 20 de diciembre), entendiendo que la declaración de un coimputado no constituye corroboración mínima de la declaración de otro coimputado (SSTC 72/2001, de 26 de marzo, 152/2004, de 20 de septiembre y 198/2006, de 3 de julio).
E igualmente lo ha hecho respecto de las declaraciones testificales de los testigos de referencia[11], aludidos en los arts. 710 y 813 LECrim. La jurisprudencia del Tribunal Constitucional no cuestiona la validez del testigo de referencia pero, a efectos de la presunción de inocencia, lo limita a aquellas situaciones excepcionales de imposibilidad real y efectiva de obtener la declaración del testigo directo y principal, por ejemplo, por estar en ignorado paradero o ser imposible su citación (SSTC 79/1994, de 14 de marzo y 155/2002, de 22 de julio).
De la Exposición de Motivos de la LECrim, y del rotundo y clarificador art. 741 del mismo Texto legal, los únicos actos que ostenta una verdadera naturaleza de prueba y que, por tanto, son susceptibles de ser valorados válidamente por el tribunal sentenciador e incluso, si son incriminatorios, de desvirtuar la presunción de inocencia, son aquéllos que se practican como tales durante las sesiones del plenario o juicio oral.
Las consecuencias que se desprenden de esta conclusión son igualmente evidentes:
1) Para el legislador, las actuaciones practicadas ante la policía y que obran en el atestado policial no tienen valor probatorio alguno. Por ello, el art. 297 LECrim atribuye al atestado el mero valor de denuncia. Y la misma falta de valor probatorio tienen los actos de investigación intervenidos por el Ministerio Fiscal (art. 5.3. EOMF) al carecer del carácter jurisdiccional.
2) Tampoco para el legislador, las diligencias sumariales, aunque se practican por el Juez de instrucción, tienen valor probatorio. Legalmente es claro que durante la instrucción (llámese sumario o diligencias previas) no se practican actos de prueba sino meros actos de investigación, simples diligencias sumariales, cuya única finalidad es introducir hechos en el procedimiento (“esclarecer los hechos”, dice el art. 299 LEcrim) y ayudar a formar en el Juez el juicio de probabilidad suficiente para, en su caso, (i) atribuir la imputación al investigado, (ii) adoptar contra él las medidas cautelares personales y/o reales pertinentes, o (iii) decidir, si resulta procedente, la apertura del juicio oral contra él. Estas diligencias de investigación tanto si son solicitadas por las acusaciones (art. 277.5 LECrim), como por el investigado (arts. 299 y 302 LECrim) o son adoptadas de oficio por el propio Juez instructor (quien debe incluso iniciar la instrucción ante el conocimiento de una notitia criminis, ex art. 308 LEcrim), carecen de valor probatorio.
Ahora bien, por la propia naturaleza de las cosas, a veces resulta muy imposible repetir en el juicio oral lo llevado a cabo en la fase instructora como diligencia sumarial (vgr. un testigo que en la instrucción se halla en peligro de muerte, la diligencia de entrada y registro, la intervención de las comunicaciones, la entrega vigilada de droga, etc.). En tales casos, el art. 730 LECrim permitía en su origen, y sigue haciéndolo todavía, convertir la diligencia sumarial en un verdadero acto de prueba (denominada “prueba preconstituida”), mediante su lectura en el acto del juicio oral, siempre que se hubieran respetado las prescripciones legales en su práctica ante el Juez de instrucción, fundamentalmente el principio de contradicción.
III.- LA PRÁCTICA JUDICIAL “CONTRA LEGEM” ANTERIOR A LA STC 31/1981, DE 28 DE JULIO
En el apartado anterior se ha expuesto la regulación legal que sobre la cuestión existe en el proceso penal español desde el año 1882, la cual contiene una regla general y una única excepción. La regla general es que las diligencias policiales y sumariales carecen en el proceso penal de valor probatorio alguno. Esa regla legal solo presenta una excepción para el caso de las diligencias sumariales (nótese que dicha excepción no se extiende a las diligencias policiales), al permitir la LECrim que adquieran valor probatorio únicamente aquellas que diligencias sumariales que sean irreproducibles en el plenario y que se introduzcan en él, como prueba preconstituida, con las condiciones y por la vía que permite el art. 730 LECrim.
Pues bien, a pesar de ser clara la tanto la regla como la excepción legal, durante cien años, concretamente hasta la STC 31/1981, de 28 de julio, los jueces y tribunales quebrantaron la voluntad del legislador y vulneraron lo dispuesto en el art. 741 LECrim, al otorgar valor probatorio no sólo a las pruebas practicadas en el juicio oral -que eran las menos- sino fundamentalmente a las diligencias sumariales e incluso, lo que es aún más grave si cabe, al atestado policial, dictando sin pudor alguno sentencias de condena con fundamento en simples actos de investigación o, lo que es peor, en el mero atestado policial, al que la LECrim, como hemos visto, otorga un valor de mera denuncia, esto es, la eficacia de dar lugar a la iniciación del proceso penal, pero no más. En definitiva, como señala RAMOS[12], “los hábitos de la práctica contribuyeron a hacer con frecuencia letra muerta esa vieja aspiración de la ley”, de que la verdadera prueba fuera la practicada en el juicio oral.
Esta actuación contra legem no sólo fue seguida por las Audiencias, sino lo que es más grave, por la propia Sala de lo Penal del Tribunal Supremo. Como recuerda con gran acierto VAZQUEZ SOTELO[13], la práctica procesal penal anterior a mencionada STC 31/1981, de 28 de julio, en que por primera vez se aplicó el derecho a la presunción de inocencia en materia probatoria, asentaba sobre 3 dogmas: primero, el dogma de la inmotivación de las sentencias penales, que llegó incluso a ser aconsejada por el Tribunal Supremo fruto de conceptuar la libre valoración de la prueba como una “operación secreta” que debía realizar el juez de instancia; segundo, el dogma de la inatacabilidad vía recuso de los hechos declarado probados en la sentencia, salvo el estrechísimo margen abierto por el art. 849.2º LECrim; y, tercero, el dogma de la íntima convicción que entendía está como una facultad omnímoda o libérrima del juez que le permite dictar sentencia sin necesidad de apoyarse en pruebas de carácter objetivo practicadas en el juicio oral.
El subterfugio que este Alto Tribunal utilizó para subvertir la legalidad vigente fue, básicamente, el de considerar a todos los folios que integran el sumario -e incluso los del atestado policial- como prueba documental, la cual, conforme al art. 726 LECrim, puede ser tenida en cuenta directamente por el tribunal sentenciador, sin necesidad siquiera de su lectura en el juicio oral[14]. Con esa doctrina, las declaraciones del investigado, de los testigos, los dictámenes e informes periciales, así como todos los actos de constatación (inspección ocular, diligencia de entrada y registro, etc.), en la medida en que todos ellos estaban documentados en el sumario adquirían la condición de prueba, en este caso documental, y como tal podía ser tenida en cuenta directamente por el tribunal en su sentencia.
El ardid utilizado por el Tribunal Supremo, además de quebrantar la voluntad del legislador y suponer una involución procesal con un claro tinte inquisitivo, al revitalizar la fase de instrucción en detrimento del juicio oral, supuso también una especie de abrogación jurisprudencial del artículo 730 LECrim y de la prueba preconstituida que el mismo recoge, pues a partir de esa doctrina no sólo las diligencias sumariales irreproducibles en el acto del juicio oral podrían penetrar excepcionalmente en él por la vía que dicho precepto legal abre, sino también las reproducibles e incluso la meras diligencias policiales integradas en el atestado, por la vía de confundir diligencias sumariales o policiales documentadas con la prueba verdaderamente documental. Por este motivo, SAEZ JIMÉNEZ[15], al defender lamentablemente esta deriva jurisprudencial, sostuvo en la década de los años 60 del siglo pasado que el artículo 730 LECrim es un precepto legal desacertado, rigurosamente ocioso e innecesario, pues “como las diligencias sumariales tienen, según reiterada doctrina jurisprudencial, y se viene admitiendo sin disensión en la práctica, el carácter de prueba documental reproducible en juicio, es indudable que cualquier diligencia de las obrantes en el sumario puede ser leída a instancia de parte durante la fase probatoria del juicio oral coma aunque corresponda diligencias que, practicadas en el sumario, pudieran o no reproducirse en el plenario”.
Pocas veces puede verse tan claro un caso de activismo judicial, donde los tribunales no sólo no actúan secundum o praeter legem, sino claramente contra legem con unos criterios totalmente distintos a los que la ley procesal establece. De ello da perfecta cuenta SERRA DOMÍNGUEZ[16], cuando en tono crítico advierte en la década de los 60 del siglo pasado que “en la práctica los procesos penales se fallan atendiendo exclusivamente al resultado del sumario”.
Aunque la mayoría de la doctrina científica tenían clara entonces, y tienen ahora, la distinta naturaleza y función de los actos de investigación de la instrucción y de la prueba del juicio oral y de que, en los últimos y no en los primeros, debe basarse el tribunal sentenciador, y critica duramente ese práctica secular de nuestros tribunales contra legem[17], sin embargo, como señala ORTELLS RAMOS[18], no faltaron tampoco autores, vinculados a la práctica forense, que apoyaran tan lamentable deriva jurisprudencial, como JIMÉNEZ ASENJO, SILVA MELERO o QUINTANO RIPOLLÉS. Así, mientras el primero de ellos, por ejemplo, considera que la función del plenario o juicio oral “no es otra que la de ratificar o rectificar la instrucción. Es, por tanto, prueba y prueba eficaz y trascendente que decide la tesis del proceso. El plenario no hace sino homologar lo que existe en el sumario”, el último apela al principio de búsqueda de la verdad material que domina todo el proceso penal para justificar que el tribunal pueda valorar las pruebas practicas en el juicio oral, pero también en el sumario. Y algo similar defiende el tercero de los autores citados.
IV.- LA VUELTA A LA LEGALIDAD: LA STC 31/1981, DE 28 DE JULIO Y LA DOCTRINA CONSTITUIONAL EN TORNO AL DERECHO FUNDAMENTAL A LA PRESUNCION DE INOCENCIA
La doctrina del Tribunal Constitucional surgida tras la Constitución de 1978 en torno al derecho fundamental a la presunción de inocencia reconocido en su artículo 24.2, no ha venido en realidad añadir nada que no estuviera ya en la propia ley procesal[19]; si pudiera decirse que contradice algo no es sin duda el artículo 741 LECrim, al que viene a dar cumplido desarrollo, sino la práctica judicial que con anterioridad se ha criticado y que venía avalada por la jurisprudencia del Tribunal Supremo.
La primera vez que el Tribunal Constitucional tiene oportunidad de pronunciarse sobre la presunción de inocencia es en la citada STC 31/1981, de 28 de julio. En ella, el Alto Tribunal declara que para poder enervar la presunción de inocencia “Es preciso una mínima actividad probatoria producida con las garantías procesales que de alguna forma puede entenderse de cargo y de la que se pueda deducir, por tanto, la culpabilidad del procesado, y es el Tribunal Constitucional quien ha de estimar la existencia de dicho presupuesto en caso de recurso. Por otra parte las pruebas a las que se refiere el propio art. 741 de la L.E.Crim., son `las pruebas practicadas en el juicio´, luego el Tribunal penal solo queda vinculado a lo alegado y probado dentro de él (secundum allegata et probata)”.
Por lo que aquí interesa, la importancia revolucionaria de esta sentencia es que con ella el Tribunal Constitucional termina con una corruptela jurisprudencial que ha sido denunciada supra, y obliga a una vuelta a la legalidad. En efecto, con esta doctrina constitucional queda, por un lado, totalmente descartada la práctica judicial secular de atribuir valor probatorio al atestado policial, pues su valor lo reduce el Tribunal Constitucional, como señala el art. 297 LECrim, al de mera denuncia, y, por otro, la prueba de cargo idónea para desvirtuar la presunción de inocencia queda limitada únicamente a la practicada con todas las garantías en el acto del juicio, tal y como prescribe el art. 741 LECrim, privando así el Tribunal Constitucional de todo valor probatorio, a lo que tampoco nunca debió tenerlo, por ser contrario al sistema acusatorio, las diligencias sumariales.
Pocos años después, la STC 80/1986, de 17 de junio, yendo un poco más allá y en línea con lo previsto en el art. 730 LECrim, reconoce una sola excepción. Aunque se trate de una diligencia sumarial y, por tanto, no se practique en el juicio oral, el Tribunal Constitucional, excepcionalmente, otorga valor de prueba a aquellas diligencias sumariales de imposible o muy difícil reproducción en el acto del juicio oral, es decir, a las denominadas pruebas preconstituidas, siempre y cuando, como veremos, se cumplan una serie de presupuestos.
A partir de la citada STC 80/1986, queda ya establecido como doctrina que “los únicos medios de prueba válidos para desvirtuar la presunción de inocencia son los utilizados en el juicio oral y los preconstituidos que sean de imposible o muy difícil reproducción, siempre que en todo caso se hayan observado las garantías necesarias para la defensa” (el subrayado es nuestro).
Así lo refleja la STC 137/1988, de 7 de julio, cuando recuerda que las únicas diligencias o actuaciones sumariales con naturaleza probatoria, capaces por tanto de desvirtuar la presunción de inocencia, son aquellas de imposible o muy difícil reproducción en el acto del juicio oral, que será posible llevarlas al juicio como prueba preconstituida en los términos del art. 730 LECrim.
El Tribunal Constitucional viene así a declarar ilegítima la desmesurada interpretación del principio de investigación y del art. 726 LECrim, sustentada por el Tribunal Supremo y por autores como SILVA MELERO, que, como ya hemos dicho, y recuerda GIMENO SENDRA[20], facultaba “al Tribunal a estimar como prueba cualquier manifestación vertida en un documento sumarial”.
En consecuencia, según la doctrina constitucional expuesta, el convencimiento judicial a la hora de dictar sentencia no puede extraerse nunca de diligencias policiales incorporadas al atestado; por ello, la declaración del detenido, investigado o testigo prestada ante la policía carece, por sí misma, de valor probatorio alguno. Y respecto de las diligencias sumariales, no todas la tienen. Si es posible reproducirla en el plenario, habrá que hacerlo y será ésta, la practicada en el juicio oral, la que adquirirá valor probatorio, sin que pueda el tribunal sentenciador servirse de la diligencia sumarial para fundamentar su convencimiento. Como normalmente será reproducible, la declaración prestada por los investigados o los testigos ante el Juez de instrucción carece por sí misma de valor probatorio alguno. La única excepción vendría dada por el art. 714 LECrim, que permite tomar en consideración la declaración testifical sumarial cuando ésta no sea conforme con la dada en el plenario, mediante su lectura en éste, y aquellos casos en los que la declaración testifical sea, en el caso concreto, de imposible reproducción.
La doctrina constitucional comentada ha sido, como no podía ser de otro modo (art. 5.1 LOPJ), seguida por la jurisprudencia del Tribunal Supremo, si bien no siempre con la claridad que sería de desear ni de forma lineal. Así, por ejemplo, en relación con las declaraciones ante la policía ha habido una gran oscilación jurisprudencial. El Acuerdo de Pleno no Jurisdiccional de la Sala Segunda del Tribunal Supremo de 28-11-2006, apartándose de las consecuencias de la doctrinal constitucional sobre las diligencias policiales obrantes en el atestado, acordó que “Las declaraciones válidamente prestadas ante la policía pueden ser objeto de valoración por el Tribunal, previa su incorporación al juicio oral en alguna de las formas admitidas por la jurisprudencia”, esto es, por la declaración de los agentes que tomaron su declaración o por su lectura en el acto del plenario ex arts. 730 y 714 LECrim. De nuevo el Tribunal Supremo volvía, con su acuerdo, a apartarse de lo dispuesto en el art. 297 LECrim y de la doctrina constitucional en torno al valor no probatorio del atestado policial. Frente a esta postura, el Tribunal Constitucional insistió en la STC 68/2010, de 18 de octubre, en su doctrina inicial expuesta en la tantas veces citada STC 31/1981, recordando el mero valor probatorio del atestado policial. Tras la reafirmación por parte del Tribunal Constitucional en su postura inicial, la Sala Segunda del Tribunal se ha visto forzada a dejar sin efecto su acuerdo de 2006 y lo ha sustituido por otro, el Acuerdo de la Sala General de 3-6-2015, en el que se concluye lo siguiente: 1) que las declaraciones ante la policía no tienen valor probatorio; 2) que no cabe incorporarlas al juicio oral mediante la declaración como testigos de los agentes que recogieron la declaración; 3) que no puede utilizarse como prueba preconstituida en los términos del artículo 730 LECrim ni ser contrastadas por las vía del artículo 714 LECrim. El único matiz que introduce en el citado Acuerdo de 2015 es que los datos objetivos contenidos en la autoinculpación, una vez introducidos por los agentes que la presenciaron, pueden servir de indicio si son acreditados como veraces por verdaderos medios de prueba. De nuevo el Tribunal Supremo se ve forzado a regresar a la senda de la legalidad, una vez abandonada, y lo hace a golpe de sentencia del Tribunal Constitucional.
En conclusión, a salvo el matiz a que se acaba de hacer referencia, las diligencias policiales obrantes en el atestado no tienen valor probatorio y no cabe introducirlas en el acto del juicio oral como prueba preconstituida, al no ser diligencias practicadas dentro del sumario y ante el Juez de instrucción, sino extramuros del proceso penal.
Y en cuanto a las diligencias sumariales, si su reproducción no es posible en el acto del juicio oral, será necesario que se dé lectura en el acto del plenario a la correspondiente documentación sumarial, de acuerdo con la previsto en el art. 730 LECrim.
Es el caso, por ejemplo, de las declaraciones sumariales del inculpado y de los testigos fallecidos antes del juicio oral, o con una enfermedad incurable que les impida declarar, de los testigos en paradero desconocido o que ejerciten su derecho a no declarar ex arts. 416 a 418 LECrim, del acusado que ejercita en el acto del juicio su derecho a no declarar o que ha de ser expulsado del local donde se éste se celebra.
Algo similar sucede con los dictámenes sumariales encargados por el instructor, qué habrán de introducirse en el acto del juicio ex artículo 730 LECrim si no son reproducibles y se han practicado con todas las garantías previstas en los artículos 467 471 y 476 de la Ley de Enjuiciamiento criminal. Aunque la jurisprudencia, utilizando de nuevo el ardid a que se ha hecho referencia anteriormente, viene considerando tradicionalmente que las periciales obrantes en la instrucción tienen carácter predominantemente documental y permite su entrada por la vía del art. 726 LECrim, sean o no reproducibles.
Y, por último, los actos de constatación sumariales, en caso de no ser reproducibles, pueden introducirse en el plenario mediante su lectura ex artículo 730 LECrim. Sin bien, de nuevo, y a pesar de formar parte del atestado, los actos de constatación policiales, tales como, por ejemplo, los test de alcoholemia, se permite su introducción en el plenario mediante la ratificación de los agentes que la practicaron y se le otorga valor de prueba si se practicaron con todas las garantías, al no caber su lectura en el acto del juicio oral por la vía del artículo 730 LECrim al no ser una actuación sumarial, ni por la vía del artículo 726 LECrim al no ser un documento.
Como puede apreciarse, a pesar de la claridad con que se expresa el art. 741 LECrim, de que la prueba preconstituida debería ser algo excepcional, y sólo aplicable a las diligencias sumariales (no a las policiales ni a las informativas del Ministerio Fiscal) irreproducibles, lo cierto es que la historia del proceso penal demuestra una tendencia jurisprudencial a salirse de esos límites e intentar hacer de la prueba preconstituida -e incluso de lo actuado en el atestado policial- la norma, en lugar de la excepción. La STC 31/1981 puso fin a una práctica judicial viciosa, pero sólo por un tiempo y de forma relativa. Con posterioridad, esa tendencia a sobrevalorar los actos de investigación anteriores al acto del juicio hasta el punto de otorgarles un cierto valor probatorio, avalada en ocasiones por el propio Tribunal Constitucional, ha continuado por parte del Tribunal Supremo[21], si bien de una forma quizás más cautelosa. Para ello, unas veces ha utilizado, de nuevo, el artificio de considerarla como prueba documental y, por tanto, accesible directamente por el Tribunal sentenciador al amparo del art. 726 LECrim (lo que hoy sigue sucediendo, por ejemplo, con los informes periciales elaborados en la fase de instrucción), y otras, ha pervertido la naturaleza de la prueba preconstituida extendiéndola a lo que no lo es, las diligencias policiales[22]. Sobre todo ello tendremos oportunidad de detenernos en el último capítulo de este trabajo.
Quizás la explicación de este fenómeno jurisprudencial de potenciación de la fase instructora en detrimento del verdadero proceso penal, el plenario o juicio oral, sea, como señala LADRÓN DE GUEVARA[23], la idea judicial de que atender exclusivamente a las pruebas practicadas en el juicio “supondría esterilizar el ordenamiento procesal y suministrar, en la práctica generalidad de los casos, una patente de impunidad a la actividad delictiva, ignorando así los derechos de la sociedad”. Pero aunque ello fuera cierto, no cabe duda de que esta práctica judicial resulta poco compatible con la literalidad de los artículos 741 y 730 LECrim y, por tanto, con el principio de legalidad, y sorprende que también hoy, al igual que sucediera antes de la Constitución, la relevancia de la prueba preconstituida en la práctica siga siendo enorme en nuestro proceso penal, hasta el punto de que, como advierte GIMENO SENDRA[24], “la mayoría de las sentencias penales se fundan, sobre todo, en los actos de prueba preconstituida”.
[1] Vid. FERRAJOLI. L.: Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, trad. P. Andrés et alt., Madrid, 1995, p. 145.
[2] TARUFFO, M.: La proba dei fatti giuridice, Milán, 1992, p. 45, cit. por VECINA CIFUENTES, J: La casación penal. El modelo español, Tecnos, Madrid, 2003, p. 112.
[3] GARBERI LLOBREGAT, J.: Constitución y Derecho Procesal. Los fundamentos constitucionales del Derecho Procesal, Civitas, 2009, p. 27.
[4] ORTELLS RAMOS, M.: “Legisladores, jueces y renovación del proceso penal en España (1978-2015)2, en la obra colectiva El nuevo proceso penal (dir. J. Alonso-Cuevillas), Atelier, Barcelona, 2016, pp. 58 y 59.
[5] GÓMEZ ORBANEJA, E. (con V. HERCE QUEMADA), Derecho Procesal Penal, 10ª edic., Madrid, 1987, p. 17.
[6] Con unas u otras particularidades, este sistema mixto del enjuiciamiento penal es el que actualmente encontramos en “la inmensa mayoría de los modelos actuales”, como recuerda ARMENTA DEU, T.: “Procesos acusatorio, mixto y adversativo: significado y descalificaciones apriorísticas”, en la obra colectiva Legalidad y Defensa. Garantías Constitucionales del Derecho y la Justicia Penal (dir. N. González-Cuéllar y E. Demetrio), Castillo de Luna, Madrid, 2015, p.182.
[7] GÓMEZ ORBANEJA, E.: Derecho…, op. cit., p. 120.
[8] GOMEZ ORBANEJA, E.: Derecho…, op. cit., p. 264.
[9] Sobre dichos requisitos puede verse VECINA CIFUENTES, J.: La casación…, op. cit., p. 119.
[10] Da cuenta de la evolución de la doctrina del Tribunal Constitucional sobre el valor de la declaración del coimputado, RIVES SEVA, A.P.: La prueba en el Proceso Penal. Doctrina de la Sala Segunda del Tribunal Supremo (con M. MARCHENA, A. DEL MORAL, J. MORENO y P. LANZAROTE), Thomson-Aranzadi, 4ª edic., Pamplona, 2008, pp. 416 y ss.
[11] RIVES SEVA, A.P.: Ibidem, p. 525.
[12] RAMOS MÉNDEZ, F.: El proceso penal. Lectura constitucional, 2ª. Ed., José Mª Bosch, Barcelona, 1991, p. 341.
[13] VAZQUEZ SOTELO, J.L. Presunción de inocencia e íntima convicción del Tribunal, Barcelona, 1984, pp. 357 y 358. Sobre tales dogmas y, sobre todo, el relativo a la inmodificabilidad de los hechos probados en vía de recuerdo de casación, vid. VECINA CIFUENTES, J.: La casación penal…, op. cit., pp. 112 y ss.
[14] Da cuenta de este ardid VEGA TORRES, J.: Presunción de inocencia y prueba en el proceso penal, La Ley, Madrid, 1993, p. 224.
[15] SÁEZ JIMÉNEZ, J.: Enjuiciamiento criminal. Comentarios prácticos referidos a la Ley de Urgencia, Madrid, 1962, p. 911.
[16] SERRA DOMÍNGUEZ, M.: “El imputado”, en Estudios de Derecho Procesal, Barcelona, 1969, p. 698.
[17] Con anterioridad a la STC 31/1981, de 28 de julio se mostraron críticos con esta jurisprudencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, que legitimaba la práctica habitual de nuestros tribunales penales consistente en fundamentar su fallo en las diligencias del sumario, entre otros, ORTELLS RAMOS, M: “Eficacia probatoria…”, op. cit., pp. 1385 a 1389, GIMENO SENDRA, V.: Fundamentos del Derecho Procesal, Tecnos, Madrid, 1981, p. 219 y, con posterioridad, MONTERO AROCA, J.: “El principio de oralidad y la práctica en la vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal”, en Trabajos de Derecho Procesal, Barcelona, 1988, p. 545, y ASENCIO MELLADO, J.M.: Prueba prohibida y prueba preconstituida, Madrid, 1989, p. 156.
[18] ORTELLS RAMOS, M.: “Eficacia probatoria del acto de investigación sumarial. Estudio de los artículos 730 y 714 de la Lecrim”, en RDPIb, nº 2-3/1982, pp. 369 y 370.
[19] Así lo refleja acertadamente GIMENO SENDRA, V.: “El derecho a la presunción de inocencia”, en la obra colectiva Legalidad y Defensa. Garantías Constitucionales del Derecho y la Justicia Penal (dir. N. González-Cuéllar y E. Demetrio), Castillo de Luna, Madrid, 2015, p. 204, destacando que el Tribunal Constitucional vino a dar “cumplido desarrollo exegético al art. 741 de la LECrim, conforme al cual la apreciación en conciencia de recaer, en primer lugar, en auténticas pruebas y no en menos actos instructorios, en segundo, dichas pruebas han de ser lícitas o, lo que es lo mismo, no pueden haber sido adoptadas con violación de los derechos fundamentales y, finalmente, tales pruebas han de haberse practicado en el juicio oral”.
[20] GIMENO SENDRA, V.: “El derecho…”, op. cit., p. 206.
[21] Esta contradicción actual entre el art. 297 LECrim, que otorga al atestado policía un mero valor de denuncia, y la doctrina actual del Tribuna Supremo, la advierte LADRÓN DE GUEVARA, J.B.: El valor probatorio de las diligencias sumariales en el proceso penal español, Civitas, Madrid, 1992, p. 76., cuando reconoce que “la valoración actual de los atestados de la Policía Judicial ha sido modificada por la doctrina, al ser susceptibles de generar actos de prueba cuando se trate de dictámenes o informes prestados por gabinetes de la policía, tales como los de dactiloscopia, identificación, análisis químico, balística y otros análogos que tendrán al menos el valor de dictámenes periciales si se ratifican en la presencia judicial durante las sesiones del juicio oral , o para el caso de diligencias objetivas y de resultado incontestable, como la aprehensión in situ de los delincuentes y los supuestos en que estos son sorprendidos en situación de flagrancia, o cuasi flagrancia”.
[22] Como con cierto tono crítico reconoce GIMENO SENDRA, a pesar de la jurisprudencia inicial del Tribunal Constitucional, la más reciente doctrina constitucional ha venido a admitir, aunque de forma excepcional, “un cierto valor de prueba a las actuaciones policiales en las que concurran, entre otros, los siguientes requisitos: objetivos, lo que acontece con las fotografías, croquis, los resultados de las pruebas alcoholimétricas unidas a pruebas suficientes sobre la influencia del alcohol en la conducción (STC 200/2004, de 15 de noviembre), etc.; en segundo término, que sean irrepetibles en el juicio oral; y por último, que sean ratificadas en el juicio mediante la declaración personal del policía, como testigo de referencia que intervino en el atestado”; GIMENO SENDRA, V.: “El derecho…,” op. cit., p. 208.
[23] LADRÓN DE GUEVARA, J.B.: El valor probatorio, op. cit., p. 112.
[24] GIMENO SENDRA, V.: Derecho Procesal Penal, 2ª edic., Castillo de Luna, Madrid, 2018, p. 321.